He olvidado su nombre, pero recuerdo que trabajaba en una fábrica estatal de armamento. Vigilaba la producción de balas de gran calibre. Una tarde pasé a recogerla para tomar algo. Salió jugueteando con un rotulador. En el coche, me lo mostró. Era uno de esos permanentes que igual pueden escribir sobre metal que arruinarte la piel.
- Es lo único que sirve para escribir sobre las balas –dijo.
Quedé pensativo.
- ¿Y qué escribes en ellas?
- Versos.
Me sorprendió su respuesta. Explicó que escribía trozos de versos sueltos en algunos proyectiles.
- Uno de cada mil. Como no estamos en guerra, he calculado que a lo mejor cada mil disparos algún soldado es herido por accidente. Los versos no paran las balas, pero algo harán. Quizá duela menos.
Sonreí. A su jefe no le importaba, los proyectiles se disparaban igual. Cuando aparcamos, le pregunté si había tenido en cuenta que el Gobierno vendía munición a países extranjeros, algunos de ellos en guerra. Me miró pasmada. No lo sabía. Eso aumentaba la tasa. Hice el cálculo por ella: un muerto o herido cada veinte balas. Su fábrica producía miles diarias y al menos dos tercios se exportaban. Ninguna biblioteca tendría suficientes versos para tantos muertos. Se quedó callada.
Después de ese día no volvió a dar señales de vida. Ayer la encontraron en un motel de carretera. Había dejado su trabajo y se había pegado un tiro. Su última bala. Me hubiese gustado saber lo que escribió en ella.

E.C. (texto recogido en Palabras como velas encendidas)