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Suele decirse, ignoro si es verdad, que para ser escritor hay que saber reírse de uno mismo. Es uno de los motivos por los que no considero serlo. En cualquier caso, de acuerdo con esta lógica peregrina, me pregunto si al reírme de los demás les convierto automáticamente en genios de las letras. Y puede que así sea, porque empiezo a detectar cierto brillo en derredor, conforme me hundo en el lodo del lugar común.
Vean con qué descaro repito palabras en desuso y me valgo de adjetivos estrambóticos. Adviertan la maldad con que tuerzo las normas de puntuación o hablo obsesivamente de mi persona. No pasen por alto las frases gratuitas derramadas por doquier con motivo de alargar el párrafo. Como esta misma, mismamente ¡Qué decir de las dobles negaciones! Por Tutatis que lo estoy dando todo. Y es que se me pueden negar muchas virtudes, salvo la de conseguir que otros se luzcan donde yo fracaso. En eso estamos. Llueve.
Cuando me he acercado a la página en blanco –que ha sido la segunda vez, porque la primera me he ido a leer a Chesterton en la cama– tenía la intención de superar las expectativas propias y extrañas y ofrecer algo nuevo y respirable. Ahora es distinto: conozco mi techo y por lo que parece todavía no he pisado suelo en este horrible descender al infierno literario que es el mundo del aficionado. Pido disculpas, pero la lluvia me retiene en este asilo involuntario e impide que me ocupe de otros asuntos.
Las ideas fluyen juguetonas en algún punto del universo. Pero no es en esta casa, donde los libros sujetan montañas imposibles de latas de conservas y el hastío se apodera de sus moradores. Aquí todo se ha vivido, se ha creído vivir al menos al considerar la posibilidad de decirlo, con silencioso resultado y la vaga sensación de estar de vuelta de una experiencia completa, aburrida y circular. Como circular es esta lluvia enojosa.
¿Pero no lloviste hace un año? ¿No lloviste igual, cuando me disponía a brincar por los montes, jugar al escondite, leer cerveza y beber poemas con esos granujas a los que llamo amigos? ¿Tenías que venir otra vez a aguarnos la fiesta, a interrumpir nuestra hibernación activa del verano? Mientras escribo, se apodera de mí una hostilidad familiar. Y por aquello de no centrarla sobre mi persona, la vuelco en una carta manuscrita dictada a una secretaria imaginaria, que piensa en su novio marinero y transcribe al vuelo lo que bien le viene en gana, que puede tener su interés, pero que desde luego no es esto, no es esto... Así que mientras un tercio de España sufre de hídrica sequía -que la mía es creativa-, el agua amenaza con anegar Sallent y veneciar los Pirineos.
Y con esto creo haber contribuido al desconcierto y al acostumbrado tráfico mezquino, raquítico de ideas. No sé si habré alcanzado cierto oficio de buhardilla y ese ritmo musical con que vierten sus ideas clandestinas los que en el papel confían, pero miren por la ventana: ya no hay nubes negras. Se han ido con viento fresco a paisajes remotos, donde nuevos niños de cuarenta años llenarán con palabras un tiempo magníficamente perdido. Que si la cosa era molestar, bien podía la tempestad haberse empleado con ingenio. Con un poco de nieve de estío, a base de bolas de chocolate con nueces, por ejemplo.
En cuanto a mí, acabo de calzarme las botas y salgo dispuesto a coger estrellas con el cazamariposas. Alguna chica hará como que se lo cree y perseguiremos juntos cosas mejores.
Otro día que llueva les propongo hablar de un nuevo sistema económico en el que se pague por las cosas que no tienen precio. Pero será otro día, sin coletas de por medio…
n a c o
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