.
O S A K A
ser es más que estar
9 feb 2018
no nos dejes caer...
.
23 feb 2017
A los pequeños
.
12 oct 2016
«Dios da la vida a los muertos y llama a las cosas que no existen para que sean.» (Rom 4, 17)
Boceto iglesia Benasque, Huesca -Catalogo 1995 Palacio de Sástago- |
.
19 may 2016
15 sept 2013
3 sept 2011
cero grados
Desactivador universal.
Nuestro instinto es una herramienta de primer orden que ha permitido al ser humano sobrevivir al paso de los milenios (vídeos de José Mota y entrevistas de Jesús Hermida incluídas). Pero a diferencia de otros indicadores, el miedo no sólo le avisa de los peligros, sino que puede responder a (o incrementarse por) factores puramente psicológicos, con la sugestión y las composiciones de lugar erróneas a la cabeza. A modo de ejemplo, es como si un termómetro marcara cero grados cuando efectivamente los hiciera y cuando el termómetro decidiera que los hace, estando a treinta grados.
Es posible tener miedo por ignorancia u ocultamiento de la seguridad en que efectivamente nos movemos. Pido disculpas por la clase de primero de teleñecos, pero la necesito para llegar a un punto interesante: la ignorancia del medio en que nos encontramos puede ser involuntaria o puede ser culpable. Y la segunda posibilidad, de la que el ser humano es perfectamente capaz (hasta llegar a ocultársela también), resulta inquietante en grado sumo. Puede darse entonces la siguiente situación: que una persona sea la causa eficiente de su propia ignorancia, fruto de la cual viva instalada en el miedo. Adviértase que esta ignorancia no tiene por qué ser fruto de una decisión firme, tomada de modo consciente. Me inclino a pensar que más bien se dará como consecuencia de una sucesión de reacciones subconscientes (o tomadas a la ligera, sin advertir sus profundas, vitales, radicales consecuencias) y que su culpabilidad se deba a la falta de voluntad de superar la ignorancia a la que le han ido conduciendo. El conformismo y no la ignorancia, el deseo de permanecer en ella es lo que puede echársele en cara.
Pienso que el motivo por el que estamos sujetos a esta tentación reside, sobre todo, en lo que se ha convertido de hecho en el tabú de nuestros días. El dolor.
No queremos sufrir. Por supuesto, no quiero decir que en otros momentos de la historia se haya considerado un valor positivo (algo propio de patologías determinadas, perfectamente identificadas desde antiguo), o que no se haya procurado evitar por todos los medios. Me refiero a algo distinto: llegados a un punto, el dolor era aceptado como un invitado no buscado, pero asumido, y al que se podía incluso encontrar un sentido. Hoy no es así. Basta echar un vistazo a los argumentos de muchas personas a nuestro alrededor (por no mencionar los de los partidos políticos y los mass-media que los superprotegen), para darse cuenta de que el dolor representa el escándalo de nuestros días. Hoy nos resulta tan "intolerable" que lo hemos elevado a rango de elemento determinante de la dignidad o no de una vida, y le otorgamos, metafóricamente hablando, las llaves del cielo y del infierno, para que disponga de ellas según su criterio reduccionista.
La sociedad occidental ha invertido los términos, poniendo en tela de juicio verdades irrenunciables y ha hecho de las que se siguen -de orden necesariamente secundario- su dogma estático y lineal. La ausencia de dolor y su hermano progre, el mal llamado bienestar, parecen los valores definitivos y se anteponen con ardorosa vehemencia al derecho a la vida, del que beben. Es una situación absurda, en la que se protegen a muerte ideas (no diré derechos todavía) derivadas del derecho supremo que se ataca. Y todo ello manoseado y ofuscado con discursos elocuentes y una mano de barniz intelectualoide que nada tiene que ver con la verdadera ciencia, la que busca la verdad, la que no falsea, la que colabora con las demás ramas del saber y sabe ir de la mano de la moral. Es una lógica absurda, demencial. Una falacia de consecuencias abismales que ya se dejan notar. Una muesca más en las Tablas de la Ley Antipersona con que nos saboteamos, orgullosos.
Pero volviendo a la génesis del asunto, resulta inquietante -por infantil- que la causa de tanto mal resida en el bajísimo índice de tolerancia al dolor en nuestra sociedad. "Que pase lo que sea, pero que no duela", es el mantra infalible que las mentes infrautilizadas (y los corazones anquilosados) repiten con mecánica, mortífera precisión.
El dolor no puede tener la última palabra, no puede ser el argumento definitivo, el puerto de llegada en el que descansen nuestros argumentos. Hay multitud de valores superiores al del bienestar, empezando por la justicia, la tolerancia, la honestidad y el amor. Éstos sí son la fuente de toda personalidad digna de tal nombre.
"El siglo XXI será el siglo de los que tengan personalidad", me dijo hace tiempo un amigo. Y tenía razón. El siglo de las personas que no vendan su alma por una semana de vacaciones en Nueva York (lo que no lleves en tu corazón, difícilmente podrás encontrarlo allí), que no rehuyan una intervención quirúrgica necesaria, que toleren una deficiencia física desagradable a la vista (porque conocen la potencialidad infinita de quien la padece), que sean capaces de salir en defensa de quien aman, por encima del instinto básico primero (que no es de corte sexual, sino existencial).
La vida es el derecho primero. La primera verdad. Y sólo es lícito entregarla por aquella vida que más queremos, y no tiene por qué ser la propia. Aunque duela. Porque la verdad puede doler, pero no deja de ser verdad.
Lo otro son cuentos de brujas que el demonio ha sabido contar y cuya moraleja nos oculta con habilidad.
.
22 ago 2011
15 ago 2011
...será tuyo, hijo
Sí, todo lo humano es personal. Pero el hombre puede deshumanizarse, la persona auténtica enredarse en dinámicas destructivas.
El hombre no es sólo un instrumento de la tradición: además de una condición para la misma, es un ser destinado a realizarse. Y su realización depende tanto del grado de información que reciba y sepa transmitir a sus próximos como del nivel de vida y experiencia que logre alcanzar. La vida no está concebida sólo y únicamente para ser transmitida, sino también -y esencialmente- para ser vivida.
En puridad, sólo puedo transmitir lo que he vivido. Lo que en mi vida he encontrado de valioso. El hombre es una pieza del engranaje, pero una pieza libre, con capacidad para desligarse del mecanismo que humaniza (y de esta forma, aunque no lo perciba así, despersonalizarse; es decir, renunciar poco a poco -"el hombre muere despacio"- a aquello que le diferencia del resto de criaturas y le convierte precisamente en persona). Y cuando conoce y asume su puesto en el proceso, es capaz de todo lo bueno y mejor. Es pieza, elemento de transmisión, pero a modo de componente libre, que encuentra en la experiencia de vida y en la verdad de su interior los motivos por los que debe incorporarse a la tradición. Formar parte de algo más grande que él, que le alimenta y bebe de él a un tiempo.
La tradición de todo lo bueno que hay en él sólo se produce cuando lo descubre, vive y asume como tal. Cuando se desarrolla y eleva hasta la condición de persona, que es libre y amable por entera, y está en condiciones de decir a sus hijos: "Yo he vivido y es verdad. Toma y sigue."
Y por descender a lo concreto, si tuviera que dejar una lista de cosas cotidianas por las que merece la pena vivir, si tuviera que despedirme y dejar algo a mis amigos, les diría varias cosas que no referiré aquí, y otras tantas que empiezan con que es bueno levantarse dando gracias, pasear por las calles mientras se activa la masa urbana, desayunar fuerte, si es posible dos veces, ser fiel al sitio donde se compra el pan, se lee la prensa y se bebe café (o batido de chocolate), leer el Evangelio y disfrutar con lo que pasa –y mira que pasa–, hablar con tus padres y hermanos, los de sangre y los de espíritu, estar centrado en cada cosa que se hace (cuando se trabaja, se trabaja; cuando se brinda, se brinda; cuando se besa, se besa), hablar de pie y comer sentado, llevar un diario de motivos por los que dar gracias, atreverse con lo que da miedo pero gusta en el fondo, leer los clásicos, ver los clásicos, escuchar los clásicos, y al final del día, cuando parece que todo queda por hacer, considerar lo que sobra, lo necesario, lo que puedo regalar. Lavar la ropa, regar las plantas y dejar los zapatos limpios para mañana.
Cosas sencillas que hacen la vida vivida. Cosas que dejar en una lista si sales pronto.
Para volver a casa.
n a c o
fotos: Pedro Sagasta, pintor aragonés
S. Ignacio de Loyola, NYC 2011
.