La Cuaresma es un tiempo de preparación personal
y eclesial –nunca va lo uno sin lo otro– para la celebración de los grandes
misterios de la vida cristiana. Para la Pascua. Una ocasión idónea para
preguntarnos con detenimiento y en conciencia ¿qué es lo más importante
para mí? No es algo que debamos responder a la ligera, ni afrontar con miedo
alguno, sino desde la confianza íntima de que, cualquiera que sea nuestra respuesta,
Dios nos estará queriendo decir algo. Por eso es bueno que pidamos los dones de
la humildad,
que es andar en verdad (Santa Teresa de Jesús), y de la conversión continua, pues
podemos descubrirnos con los pies enfangados por “caminos de muerte”, o amenazados
siempre de estarlo. “Velad y orad, para
no caer en tentación”, nos advierte el Señor.
La Cuaresma nos ofrece la oportunidad de reflexionar
sobre la trayectoria final de Jesús de Nazaret, abrirnos al misterio que
encierra su “via crucis”, pues a
simple vista podríamos tener la impresión de que el mismo Pastor del Rebaño se
condujo ciegamente por dichas “sendas de muerte”. Sin embargo, los cristianos
sabemos que los pasos de Jesús no eran erráticos, ni absurdos, sino que estaban
atravesados de un sentido salvador y redentor, conscientemente asumido.
Es cierto: su corazón y sus pies apuntaron
siempre hacia Jerusalén. Él conocía bien su misión, y no se hacía ilusiones cerca
de las reacciones que provocaba en los demás. Si leemos las Escrituras,
constatamos que conforme nos acercamos al final de su vida terrenal, la
atmósfera se nos hace irrespirable. Todo a su alrededor era asfixiante y conspiraba,
abierta o secretamente, contra su Persona y pretensiones últimas. El motivo era
bien claro, pues Jesús no pasaba únicamente por ser un hombre sabio y bondadoso,
o un profeta de gran poder, obrador de milagros, cercano al pueblo, maestro
ingenioso y comprensivo. Él actuaba y decía las cosas “como quien tiene
autoridad”.
Ante todo, Jesús se presentaba como la-Autoridad-en-persona, un ser humano que
perdonaba los pecados, capaz de interpretar y aplicar la Ley divina desde
dentro, una persona que podía reclamarte
la vida. Jesús se sabía y postulaba como un absoluto; alguien ante quien nadie
quedaba indiferente. Entrar en contacto con Cristo suponía verse tocado en lo
más profundo del corazón e introducido en aquél ámbito de la intimidad en el
que es posible la libertad e irremediable tomar una postura. Pero Jesús nunca
forzaba el sentido de la respuesta, sino que se proponía amorosamente, con una dulzura
y delicadeza infinitas. Él seguía siendo rechazable. Ante Él en cualquier caso,
la gente iba decidiéndose en un sentido o en otro, sin acabar de “controlar
plenamente” lo que pasaba, pero conscientes de que en esa mirada irrepetible, penetrante
y comprensiva, había una cierta, innegable, fuerza de imposición. La fuerza de
imposición de la Verdad en Persona. “Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo –dirá ante un Pilato atónito–: para dar testimonio de la verdad” (Jn
18,37). No olvidemos que de entre todos los motivos por los que las clases
dirigentes y los fariseos quisieron darle muerte, destaca uno a gran distancia
del resto: “No te apedreamos por una obra
buena, sino por una blasfemia: porque
tú, siendo hombre, te haces Dios” (Jn 10,33).
El caso es que todos conocían de dónde provenía
ese tal Jesús. Había pocos secretos acerca de su origen humilde y artesano (su
padre, José, era Teknés, y Él, el hijo del teknés). Este fuerte contraste, este salto desproporcionado entre
lo que la gente “creía saber” del Nazareno y lo que cualquiera en su presencia captaba de inmediato debe movernos a pensar. No tenemos derecho a pasar
por alto este dato, como quien oye distraídamente una cantinela conocida que se
repite año tras año… Aprovechemos la Cuaresma para pensar y rezar, implorando la
luz de lo alto, suplicando ver por la fe
aquello que los discípulos captaron en Jesús. Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “¡Bienaventurados los
ojos que ven lo que vosotros veis!” (Lc 10,23).
La puerta de la fe sigue siendo la humildad, sin la que no es posible la pureza
de corazón. En aquella hora, Jesús se
llenó de alegría en el Espíritu Santo, y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios y
entendidos, y se las has revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino
el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar». (Lc 10,21-22)
Cuando nos detenemos un poco en este pasaje tan
conocido, que no por casualidad destaca que Jesús estaba muy contento, descubrimos una lógica en el modo en el que Dios se
manifiesta a sus criaturas preferidas. La revelación es, primera y muy
principalmente, un don gratuito, una fabulosa muestra de amor que en ningún
caso podemos “forzar” o pretender “merecer”, puesto que nos viene toda ella del
Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. La Trinidad entera está volcada en
comunicarse con su amor y su verdad, en darnos parte de su gloria y felicidad
eternas. Pero de esto sólo se percatan
los pequeños. “Es preciso nacer de
nuevo”, recordábamos hace algunos números. Y nacen de nuevo quienes se
entregan de corazón a una actividad bien concreta, que es la primera forma de
respuesta, sin la cual las demás realmente no existen: acoger. La espiritualidad
de María, el trabajo principal de los niños de Dios.
Tal vez nos cueste apreciarla en su justa medida.
No es fácil comprender hasta qué punto representa la mayor de nuestras tareas. Y es normal hasta cierto punto, porque
tendemos a considerarla como algo meramente pasivo, indigno de nuestras formidables
capacidades y aspiraciones. En lo que respecta a Dios y a los demás, nos
inclinamos hacia el dar, el hacer, el proveer, compartir, promocionar… pero
aunque éstas magníficas pruebas de amor son inseparables del recibir, no dejan
de ser un momento segundo de la respuesta a Dios. Lo primero sigue siendo aprender
a recibir, y por tanto aprender a mirar.
“María
guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Qué gran don del Espíritu Santo, que
secunda y sostiene a los pequeños, a los que han decidido dejarse guiar y sostener por algo más que sus propias
fuerzas y criterios, y se han hecho capaces de la fe, capaces de reconocer en
sus vidas a Jesús, Dios y Hombre verdadero. Ésta es en el fondo la decisión que
podemos tomar hoy: Señor, hazme tú la
agenda.
Por eso, la Iglesia nos propone un camino de
oración, ayuno y limosna, que vaya haciendo de nuestras vidas una pura y confiada
receptividad de Dios y de su voluntad. Así, por ejemplo, en Jesucristo la
humanidad se ha hecho capaz de Dios, y podemos escuchar en medio de las batallas
diarias: “venid también vosotros aparte,
a un lugar solitario, para descansar un poco” (Mc 6), o quitarnos de lo que
nos sobra (y estorba), para volver a desear bien y acoger a quien nos necesita,
o confiar de nuevo sólo en Dios, (“no
andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os
vais a vestir…” Mt 6,31). Ésta es la fidelidad en lo poco a la que hay que
aspirar, con la que va naciendo en nosotros la determinación de los amigos de
Jesús -y que es un milagro desde cualquier punto de vista que se la mire-: “Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a
los demás discípulos: vamos también nosotros y muramos con Él.” (Jn 11,16)
Es preciso emplearse a fondo en el arte de la infancia
espiritual (Santa Teresita del Niño Jesús), que consiste en un paciente
–y por tanto agradecido, esperanzado– saber mantenerse abierto los dones de
Dios, a adorar su voluntad y a acogerle a Él, máximamente entregado en Cristo. Sin
esta disposición de la madurez cristiana, que es con la que
deberíamos por ejemplo acercarnos a la Misa, el resto de nuestras “buenas obras
y mejores intenciones” se quedan como chatas y vacías de sabor, tan
pretenciosas como ridículas. “Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).
Un último detalle, de valor incalculable: Jesús se
presenta ante los demás, ya lo hemos dicho, como lo que es, como el Alfa y la
Omega, principio y fin de la historia, como el Dios hecho hombre para nuestra
salvación. Pero Él se ha puesto también como el primero entre los pequeños de
la tierra, alguien inmediatamente comprensible para los pobres, los
desheredados, los enfermos y apestados de la sociedad. Y no por la miseria o
pestilencia de éstos, sino porque han descubierto que sólo tienen a Dios por defensa. ¡Cuántas aparentes “seguridades”
nos apartan de la única que cuenta! Con todo lo que es y representa, Jesús no
deja nunca de hacer lo que ha hecho desde la eternidad: volverse hacia el Padre
para recitar ahora con el pequeño resto de Su Pueblo –con nosotros hoy– el Salmo 130:
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis
deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí.
Espere Israel en el Señor ahora y
por siempre.
Ésta es la disposición con la que se condujo
hacia su Pascua.
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3 comentarios:
Un hermoso post. Un momento de apaciguamiento y de sentida reflexión en estos tiempos de locura y frenético ritmo vital.
Gracias, gracias por mantener la llama viva.
Me ha impactado este último texto. Me hallo en un proceso de introspección espiritual y he encontrado gran inspiración en tus palabras.
¿Crees que podrás seguir actualizando este magnífico blog en el futuro?. Muchos te lo agradeceríamos.
Un fuerte abrazo de un amigo
Queridos hermanos y amigos en Cristo,
Me alegro de que os ayude alguno de los escritos que cuelgo en el blog. Debido a mi carga de trabajo, me veo incapaz de hacerlo con mayor frecuencia, pero Dios sabe. En los últimos meses he sido ordenado sacerdote y me han puesto al servicio de cuatro pueblecitos, con lo que vivo entregado a ellos. Esta fidelidad es costosa y gozosa a la vez, como toda forma de amor.
Pido para todos vosotros, de la mano del buen Dios, toda clase de bendiciones. Que os ayude a vivir alegres, en el descubrimiento y realización progresiva de vuestras responsabilidades. Que trabajéis con paz por la paz. El Señor hará el resto.
Vuestro, en Cristo,
Ignacio +
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