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Este maldito autobús no avanza. Tengo un calor de la muerte y sólo un pobre antídoto en la cartuchera, un libro que además no es ninguno de los que estoy leyendo en estos momentos. Lo he rapiñado de la biblioteca esta mañana con el indefendible criterio de: “si no pesa y es pequeño, es que será bueno”. Vale, qué plan, pero ¡¡si al menos supiera quiénes son estos alemanes tan raros de los que habla Ortega, y qué coño han hecho por la humanidad que no haya resuelto ya el tetrabrick!!
De repente la fortuna cambia de signo. Iba siendo hora. No digo que lo mereciera; digo que lo necesitaba. El esforzado avance del cerebro por las trincheras de lo abrupto y lo desconocido (quien haya leído a Ortega sabe de lo que hablo) encuentra unas breves palabras añoradas… y sin embargo jamás pretendidas:

[Ortega nos está contando cómo Kant fue un fenómeno contradictorio: un gigante filosófico que eclipsó y esterilizó la práctica totalidad del pensamiento alemán del XIX. Éste quedó entregado a la vana tarea de sacar lustre al positivismo, la filosofía que un dios les había dejado en herencia. Regalo envenenado. Por supuesto, como os quiero mucho no transcribiré el texto entero…]
[…] algunas líneas y gotas de sudor más tarde, cuando más parece pesar el maletín y comienzo a cerrar los ojillos, recibo un segundo destello…
“Nikolai Hartmann debe tener un par de años más que yo y Heinz Heimsoeth los mismos que yo. Ello es que en 1911 andábamos en torno a los veintiséis años, una fecha decisiva en la evolución intelectual de la persona, como antes he dicho sin insinuar las razones.
Es el momento en que el hombre – me refiero por lo pronto al filosófico – comienza a no ser meramente receptivo en los grandes asuntos, sino que comienza a actuar su espontaneidad. Búsquese en la biografía de los pensadores y se hallará que con sorprendente frecuencia es la fecha de sus veintiséis años aquélla en que dentro de ellos hicieron su germinal

Por eso no se trata de que a esa edad se le ocurran a uno ciertas ideas, sino, más bien, que descubrimos de pronto en nosotros instalada ya y sin que sepamos de dónde ha venido, una cierta decisión o voluntad de que la verdad posea determinado sentido y consista en ciertas cosas.
Esa decisión que nosotros no nos sentimos responsables de haber tomado, sino que la hallamos en nosotros constituyendo como el suelo mental sobre el que habremos de vivir, es el nivel vital que constituye a cada generación en el proceso evolutivo de la historia humana. Por eso no es algo que se nos ocurre, sino precisamente algo que somos.”
Por supuesto, a estas alturas se me han ido todos los dolores y la morfina literaria me conduce exactamente al lugar donde un tipo ya muerto dejó paciendo sus inquietudes, para que tipos como nosotros las encontraran en vida y se las llevaran también a la tumba, previo paso por caja.
El autobús leva anclas. Las velas ni se inmutan. Tanto rato en el bus… claro, acabo encontrando el último pedazo del mapa del tesoro. La página 49.
“Pero este común despertar – hacia 1911 – era también la señal de separación. Los veintiséis años – entiéndase, claro está, con alguna holgura la cifra – es el momento de más

Cada cual va a cumplir a su modo la misión histórica de su generación. Porque cada generación no es, a la postre, sino eso: una determinada misión, ciertas precisas cosas que hay que hacer.”
Termino. Levanto la mirada. Me estremezco.
Como a los dos segundos recibo la llamada de Guti, que esta noche se pasa por Madrid. La Providencia quiere que mis ojos no se levanten del texto hasta que la última línea es leída y que la llamada de mi amigo sea oportuna, y no una patada en la entrepierna (intelectual, desde luego…).
El juego de afortunadas casualidades no terminó allí. Pero esa es otra historia, y dejaré que sean sus verdaderos protagonistas los que tal vez algún día…
Ig.
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